La historia de Marco
Candela Rousseau y Rocío Peña
Hola soy Marco y os voy a hablar sobre mi amigo Roger, quien marcó mi vida y que de alguna forma sigue presente en ella. Pero en vez de contaros su vida a través de mi perspectiva os enseñaré sus notas, dónde resumió su vida:
“Hola soy Roger y nací aquí, en Alemania. Mi padre es minero. Vengo de una familia de diez hermanos y yo soy el más pequeño. Mi madre realmente no trabaja, porque a veces le dan ataques y se vuelve loca y se pega contra las paredes. Desde los cinco años trabajo con mi padre, aunque siempre me quedo dormido en medio de la mina y tiene que venir mi padre. Conforme crecí fui ayudando más a mi madre, me sentía mejor en ese papel, aunque mi padre nunca lo entendió.
Un día mi padre fue a la mina y yo quede con unos amigos y hablaban de que había tensión y que iba a haber una guerra, realmente me importaba poco, quería jugar a la rayuela o al parchís con mi amigo Marcos. Era muy bueno e inteligente. Llegué a casa y mi madre estaba muy loca, tirando cosas por todos lados, los platos… con los que me costó dejarlo limpios.. De repente gritó “!que me suicido!” y se clavó un cuchillo en el pecho.
Descubrí que mi padre había muerto aplastado por una roca gigante. Escuché las armas, no sabía donde estaban mis hermanos pero da igual, debía salvarme yo. Corrí hacia la mina y me metí en un pequeño agujero. Todo estaba volviéndose más asfixiante y no podía respirar. Antes de que me cayera una roca encima le confesé a mi amigo Marcos que le quería que estaba enamorado de él.
Ahora estoy en el hospital escribiendo estas notas porque me muero y quiero dejar constancia de mi paso por este mundo.”
Cada vez que la leo me pongo nostálgico. No por lo que dice en ella, nunca fue amigo de las letras, le costaba escribir, sino porque recuerdo mi adolescencia junto a él, discutiendo imaginando un futuro incierto. Teníamos una dependencia mutua, él me rescató de la triste mediocridad a la que mi vida se había visto sumida y yo le evité la muerte. Robert lo fue todo para mí, me salvó de la locura, me salvó de la soledad. Y por ello cuento esta historia, mi historia que también es la suya.
Comenzaré desde el principio. Nací un día gris de Enero en el seno de una familia acomodada de Nápoles. Mi padre, hombre regordete y amenazado por la calvicie desde muy temprana edad, dedicaba su vida a la fábrica heredada de su padre. La fábrica (una de las pocas que había en Nápoles) nos permitía vivir cómodamente. No teníamos dinero para derrochar pero tampoco lo echábamos en falta, es decir, teníamos lo justo como para no pensar en él. Mi madre, en cambio, era muy guapa. Sus ojos grandes, negros e inquietos no pasaban desapercibidos para todos aquellos que la mirasen. Tenía una nariz grande y llena de pecas que le otorgaba cierta gracia. Su carnosa boca estaba bien delimitada. Su cara era realmente armoniosa. Pero lo simpático y agradable de su aspecto de dama burguesa contrastaba con su vulgar lenguaje y toscos modales. Ella provenía del pueblo llano, de una familia de jornaleros a la que nunca conocimos ni yo ni mis hermanos (Lennucia la mayor, y los mellizos Genaro y Giovani). Mis padres formaban una pareja singular, una pareja incomprensible en sí misma. Ella guapa, vulgar e inteligente. Él poco agraciado, necio e ignorante pero se daba aires de grandeza. En definitiva, mis padres eran dos personas condenadas a la mediocridad.
Viví feliz mis tiempos en Nápoles aunque los últimos años fueron tiempos convulsos. La fábrica de mi padre comenzó a tener problemas. No nos lo decía pero era evidente ya que aumentó su mal humor. Cada vez que algo lo contrariaba lo pagaba con mi madre. Mi madre al principio le respondía con feroces insultos en dialecto, pero al cabo de unas semanas se transformó. Se quedó muda, era como una presencia andante. Mi madre, que siempre había sido de hierro, ya no hablaba, ella que nada se había callado, ya no hacía nada, ella que nunca podía estarse quieta, siempre de aquí para allá, gastando, organizando, exhibiendo. Al principio nos inquietamos un poco pero enseguida volvimos al frenesí de la rutina.
Por las noches escuchaba a mi padre discutir con ella y luego nada. Silencio. Después llantos. Una mañana le vi a mi madre las marcas de la discordia, la rabia se apoderó de mí, ¿cómo era posible que él la tratase así?, ¿tenía a un monstruo como padre? .A partir de esa noche comencé a dormir siempre con mi padre, inventaba cualquier escusa, fingía estar malo o tener miedo. Pensaba que con mi presencia mi padre se atenuaría y efectivamente, al menos las noches la dejaba en paz. Pero mi madre seguía siendo un ser sin materia, un cuerpo vacio.
El verano de 1910, fuimos a Itschia de vacaciones, mi madre mi hermanos y yo. Mi padre venía solo el fin de semana pues tenía que trabajar. Fueron unas vacaciones inolvidables, nunca había sido ni seré tan feliz como aquel verano. Mi madre de un día para otro volvió a ser la mujer que en otros tiempos había sido, volvió a ser Immacolata, la vulgar, guapa e inteligente. Pensaba que el mar le había sentado bien, pero una mañana descubrí el verdadero motivo de su renovación, Michele Solara el primo de mi padre que nos había acompañado durante el viaje. Me dio rabia, era injusto mi enfado, lo sabía, pero no lo podía evitar. Dejé de dormir con mi madre pues pensaba que se lo merecía, cada uno de esos golpes. Ahora sé cuan injusto fui.
Mi padre se arruinó en el otoño de 1911, no pudo sostener su pequeña fábrica textil pues no podía hacer la competencia con las demás, cuyos precios eran disparatados. Mi padre se preguntaba, o mejor dicho se torturaba pensando cómo era posible que tuviesen precios tan bajos, cómo podían pagar los gastos. Él no podía. No tenía liquidez para comprar nuevas maquinas por lo que todo le resultaba más costoso. Mi padre siempre había vivido a costa del trabajo de los demás, nunca se había preocupado por el dinero, el trabajo y no soportó verse arruinado. Ahogó sus penas en la bebida, lo que le hizo aún más insoportable. Mi madre lo único que le preocupaba era el rechazo de sus amigas, el volver a la miseria de su infancia, dejar el poco prestigio social que había adquirido como esposa de Fernando Greco, se aferró al dinero, es decir a Michele Solara.
Una mañana de Abril nos llevó mi madre a la estación y nos dijo que haríamos un viaje hasta que mi padre resolviese el asunto. Nunca volvimos. En cambio nos encontramos en la estación de Colonia a un sonriente y orgulloso Michele. Le odiaba, no por el hecho que fuese el amante de mi madre ni porque fuera el causante de mi marcha, sino porque no me fiaba de él. Sospechaba que tras esa amplia sonrisa y buen talante se escondía un lobo hambriento, y por desgracia, el tiempo me dio la razón. Por lo demás todo fue bien. Enseguida fui a la escuela y conocí a Robert, a quien en mis ratos libres iba a visitar en la mina dónde Michele había invertido el dinero de la herencia de su padre. No eché de menos a mi padre aunque sí a Nápoles. Sus calles, sus aromas, su griterío su sol, sobre todo su sol. Pero no me amargué, decidí aprovechar mi infancia en aquel lugar, que por entonces consideraba de tránsito.
Los Domingos venía un amigo de Michele, se llamaba Enzo. Al contrario que su amigo, me preció afable e interesante. Michele y él discutían de política. Gracias a esas charlas aprendí todo lo que sé de política y en seguida me entusiasmé. No tanto por el contenido sino por la necesidad creciente de demostrarle a Enzo que yo entendía, que yo reflexionaba, que yo era capaz. Me puse a estudiar a leer los periódicos, los que memorizaba al principio después comencé a desarrollar mis propias reflexiones; Alemania estaba cegada por el ansia de poder ¿Pero acaso no era legítima? El resto de potencias se había apoderado ya más de medio mundo ¿Por qué debía ella resignarse?. Francia se hacía la digna, la humillada y estaba formando una tela de araña donde pretendía, quedase atrapada Alemania. Esta no se quedó atrás, también hizo lo propio. Para mí era como un enfrentamiento público entre las nuevas y las viejas formas, entre el pasado y el futuro.
Todos sabíamos que iba a haber una guerra, pero no la temíamos al contrario, la deseábamos, ¡por fin algo que le quitase la piel a la rutina!.
Efectivamente el 28 de Junio de 1914 estalló la guerra. A los pocos días sucedió el derrumbamiento de la mina durante los bombardeos que provocaron la muerte de mi fiel amigo Robert. Cuándo me recuperé, fui enseguida a alistarme como volutario, pues su injusta muerte como la de tantas otras debían de servir para algo. Dos días después empezó mi aventura o calvario como soldado. Me subí al tren, no tan entusiasmado como esperaba que estaría, pues me sentía triste por los hechos acontecidos. Me integré muy rápido en el batallón y conocí a Jason y Alfred, los tres nos hicimos inseparables. Pero la guerra no era como esperábamos. Íbamos a morir. Nos quedábamos semanas en las trincheras, resistiendo. Las condiciones eran insalubres, pasábamos hambre y sentíamos claustrofobia. No conseguíamos avanzar y cuando lo hacíamos eran escasos metros y con cientos de bajas. Nos entusiasmamos al principio cuando Alemania, más astuta que Francia llegó hasta las puertas de Paris, aunque enseguida tuvimos que retroceder. Y así continuamente avanzábamos retrocedíamos y moríamos como ratas. Llevaba ya dos años con los misiles como compañeros, sin escuchar música o leer, dos años inundados de sangre, cuándo una noche mientras hacía guardia escuché su voz. Era la voz de Robert, en un primer momento me asusté pero después me dejé llevar y comencé a hablar con él. Hablamos mucho aquella noche, llegamos a la triste conclusión de que la guerra era una locura, enfrentaba a soldados igual de temerosos, a hombre que no tenían motivos propios por los que matarse, y lo hacía por cuestiones de Estado, es decir, el enfrentamiento entre Estado y Estado lo realizaban hombres iguales sin nada que reprocharse salvo haber nacido en un sitio diferente. Poco a poco fue apareciendo con más frecuencia. Sabía que era imposible, que me estaba volviendo loco pero ¿acaso no era la guerra un asunto de locos?. Debo reconocer, que aunque él fuese el claro signo de mi delirio, sólo me sentía cuerdo cuándo charlaba con él. Un poco menos miserable y un poco más humano. Nuestro capitán nos contó que la guerra se había extendido a las colonias e incluso al mar, dónde Alemania condenó su destino. Según las noticias que le llegaban al capitán había bombardeado barcos con pasajeros estadounidenses, estos en un primer momento reacios a entrar a la guerra se vieron obligados por la necesidad de defender su orgullo. Finalmente la guerra terminó con la derrota de los alemanes. No había servido para nada todos aquellos años. Me volví ausente, no me importaba nada ni nadie, deseaba morir. Pero seguí viviendo porque era un cobarde, y la muerte no es para los cobardes.
La última vez que se me apareció Robert, me dijo que tenía la obligación de vivir por él, de disfrutar de mi vida y de la suya, y que luchase para que no se repitiese otra masacre como lo fue la guerra. Al día siguiente volví a Nápoles